El violinista.
El violinista está prisionizado, el Sire repudia su llanto; sólo anhela cánticos y ritmos que ensalcen su imperio.
Es una flagelación a su honor, soñó que sus notas deslumbrarían el fastuoso techo artesonado del palacio. Pero la melodía queda postergada para una instancia amurallada: su alma.
Arrobado por la imagen del Sire, un día olvidó su vida creyendo con osadía que el palacio tributo le rendiría.
Ahora ve aquellos días a través de un celosía; de flores marchitas e imberbes en dicha.
Los cortesanos golpean el suelo con zapatos de pico vociferando con ahínco. Rostros pomposos y tenebrosos bañados de escarnio que desdeñan sus virtuosas manos.
Los prados están segados; eviscerados de frutos amados. Los pájaros emigraron desairados…
El violinista salta del camastro, atrás queda el sudario; ahora en su traje más preciado va enfundado. Susurra al violín en tono almibarado, la madera de arce refulge en la alcoba. El violín cobra vida; vida en raíces infinitas… Juntos tantean en penumbra el palacio, las columnas salomónicas advierten sus trasnochados pasos. Es una acción: ¡subversión!… desamueblada de amparo.
En el bosque suena la melodía, aquella por la que su corazón palpita. Notas que fluyen del arce edulcorado por amor al bien preciado: principios de un “yo” estimado.
Los espectros emergen del letargo.
Las ramas de los árboles zarandean el viento extendiendo ondas musicales a todo el Universo.
Las notas dibujan una cenefa en el oscuro cielo. Se aglutinan puntos luminosos dirigidos por la batuta de los espíritus del bosque. El violinista observa atónito el ingenio de los destellos… La cenefa relampaguea con virulencia y en ella se muestra:
¿Tú escribes lo que realmente quieres, o lo que exige el Sire?
Marisa Béjar 04/09/2017
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