miércoles, 31 de mayo de 2017


El cementerio de Jaca.




Hola, me llamo Ruth. Os voy a contar una historia que me ocurrió cuando tenía quince años y que jamás olvidaré.

Estaba veraneando con mi familia en Jaca, un precioso pueblo de Huesca. Me costó una semana convencer a mis padres para que me dejaran ir a la discoteca con mis nuevas amigas, Silvia y  Miriam. Las conocí  el primer día en la piscina de los apartamentos. Me vieron jugando con mi hermano pequeño y enseguida se acercaron para conversar conmigo. Silvia era un par de meses mayor que yo, y Miriam tenía diecisiete años.

Sin medio de transporte, sólo podíamos optar a la discoteca del camping. Pero el acceso estaba controlado. En la entrada del recinto los vigilantes comprobaban la identidad del  personal que deseaba franquear la puerta. Nosotras no disponíamos de credenciales, ni de un aliado que desde el interior pudiera ayudarnos.

—Hay una solución  —dijo  Miriam con solemnidad.

—¿Cuál? —pregunté expectante.

—Nosotras hemos entrado dos veces saltando la valla de atrás  —comentó Miriam —. Pero no sé si te dará miedo  —hizo una pausa misteriosa y continuó —: Hay que atravesar el cementerio. Si vas corriendo y con los ojos medio cerrados no ves nada.

—¿Sólo tenemos que saltar un muro?,  ¿no hay una puerta principal? —interpelé dubitativa

—Hay un portón de hierro, pero siempre está abierto —respondió Miriam guiñándome un ojo.

—Parece fácil —contesté sonriendo mientras recreaba mentalmente  la escena.  
  
—Pero no le has dicho nada de la vieja loca que vive por allí  —añadió Silvia.

Entonces entre las dos me contaron que al lado del cementerio vivía una anciana que se llamaba Teodora, famosa en el pueblo por sus excentricidades. 

La describieron como una vieja desgreñada, con ojos desorbitados  y uniformada con un atuendo de hechicera malograda.  Me explicaron que la anciana emergía de su caótico habitáculo esgrimiendo un sinfín de maldiciones a quienes atravesaran el cementerio en plena noche. Era su cometido y lo llevaba a cabo sin distinción. 

Después de cenar esperaba impaciente que vinieran. Cuando llamaron a la puerta salí emocionada. Íbamos las tres riendo y botando por la calle. Nuestras melenas danzaban coquetas en el aire, el mismo que enamoramos con aquellas risas frenéticas: la hilaridad de la juventud.

Intentamos cruzar la entrada del camping, pero el vigilante nos paró y tuvimos que tomar el camino del cementerio.

Antes de llegar al camposanto atisbé el hogar de Teodora. Era una  casa lóbrega;  con un jardín repleto de objetos decorativos fantasmagóricos, y abundante vegetación marchita. El estado de la fachada era deplorable, con ostensibles grietas y desconchones.

El mensaje estaba claro: había que correr y saltar la tapia en tiempo récord. 

Y lo hicimos.  Aun así Teodora advirtió muestra presencia y salió de su morada blandiendo una escoba mientras  lanzaba maldiciones a voz alzada. Por suerte estábamos a dos metros de saltar la tapia y no puedo darnos caza. Pero su imagen espasmódica y espectral se quedó impregnada en mi mente.                        

 Al llegar a la discoteca dos chicos fueron directos a por mis amigas, y yo me quedé sola.  A los pocos minutos las perdí de vista, lo único que deseaba era volver al apartamento con mi familia. Al llegar a la salida del camping vi al mismo vigilante que nos prohibió la entrada. Seguramente no me hubiera reconocido, pero no me atreví a cruzar el acceso. Creía que tomaría represalias avisando a mis padres o alguna contrariedad parecida. De modo que volví al muro del cementerio.  
        
Mientras franqueaba el camposanto vi caer unos guijarros cerca de una lápida, pensé que detrás me aguardaba la anciana agazapada para asustarme. Paré  y me acerqué  temerosa, pero no vi nada. Y justo al enderezar mis pasos atisbé el espectro de un chico reclinado sobre el portón enrejado, me miraba y  me extendía la mano. Avancé sin miedo hacia él y le ofrecí la mano. Enlacé los dedos corpóreos con los suyos  traslúcidos, y sentí la embriagadora calidez de su energía. 

Caminamos unidos por el bosque, mirándonos y sonriendo continuamente. Tenía el pelo castaño claro y  divinos ojos verdes soñadores. No sé cuándo murió, pero su indumentaria indicaba que éramos coetáneos.

Me llevó junto al arroyo, la luna llena reflectaba en el agua abrigando el lugar con luces irisadas.

No hablaba, sólo transmitía un infinito estado de paz. Sentí cómo me abrazaba y su mano etérea acariciaba  con dulzura mis bucles pelirrojos.

En ese momento clavé mi mirada color café sobre sus evanescentes ojos verdosos y me dormí acunada en su aura placentera.

Al cabo de tres horas una susurrante voz me dijo: 

—Ruth, despierta.

Me alcé como un resorte. Pero el espíritu ya no estaba. Desandé el camino corriendo. Las ramas de los árboles se agitaban con virulencia creando sombras amenazantes, mientras el viento silbante contribuía en el plano acústico acrecentando la tenebrosidad del paraje.

Llegué al cementerio y lo busqué, pero no lo hallé. Pasé sigilosamente por delante de la casa  tétrica  de Teodora,  y  al final llegué a mi apartamento.


Me desperté pasado el mediodía y bajé a la piscina. Allí  Silvia y Miriam me aguardaban para disculparse de lo ocurrido. Les dije que lo entendía y no estaba enfada con ellas. Un mohín de perplejidad cruzó sus rostros, no comprendían mi firme indulgencia.

Cuando les participé por dónde salí, las dos exhalaron sendos  suspiros ahondados del alma.

—¿Por el cementerio tu sola? —interpeló Miriam con estupor abriendo exageradamente las cuencas de los ojos —. Pensábamos que saldrías por la puerta. 

—Sí. No tuve ningún problema, llegué rápido a casa   —respondí soslayando los hechos.

—Esta noche volveremos. Vendrán con un amigo que casualmente ayer no fue. Le hablamos de ti y te está esperando  —argumentó Silvia complaciente.

—¿Si? Perfecto —contesté sin celebrarlo.

—Cuando te lo presente vas a flipar  —comentó Silvia risueña —. ¡Está buenísimo! 

Aquella noche me arreglé más que nunca.  Recuerdo que llevaba una minifalda tejana ribeteada con unas piedrecitas de colores y una blusa de tirantes negra. Le pedí a mi madre que me pintara la raya superior del párpado para que me quedara perfecta.


Mis amigas me rindieron un sinfín de alardes y por la calle varios chicos me lanzaron piropos en exclusividad. 

Oteamos al mismo vigilante que la noche anterior. Ni lo intentamos.

Atravesamos el cementerio cautelosas para no alertar a Teodora. Ellas saltaron la tapia y yo no. Mi rostro reflejaba la férrea determinación de permanecer en aquel lugar de modo inequívoco.

—Ruth, ¿por qué no saltas? —preguntó Miriam desde el otro lado.

—Mi cita está en el cementerio —afirmé categórica. 



Marisa Béjar, 31/05/2017.

4 comentarios:

  1. Hay experiencias difíciles de compartir, como la de tu protagonista.
    Buen relato.
    Un saludo

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    1. Experiencias difíciles o únicas... Muchas gracias por comentar! Me alegra que te guste. Saludos!

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  2. Me gustó tu relato, tan lleno de intriga que me hizo leerlo hasta el final

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    1. Perdona por contestar tan tarde, acabo de ver tu comentario ahora. Muchísimas gracias por leerme y comentar. Me alegra saber que te resultó intrigante. Saludos!

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