Habitaciones vacías.
Bajó del coche y deambuló en la oscuridad bordeando su hogar. Dos meses antes hubiera salido corriendo para contarle a su pareja las trivialidades del día. Pero ahora no había nadie o… ¿puede que sí? Porque el horror de su pérdida se palpaba, adquiriendo la forma de un monstruo que aguardaba amenazante en la oscuridad.
Se sentó en el banco de enfrente y contempló su balcón. Lo recordó tumbado en la hamaca escuchando música con los ojos cerrados, tamborileando con los dedos la baranda. Aquel día estaba más guapo que nunca… Se plantó ante él con actitud de explícita apetencia sexual: contoneándose con un playero corto de tirantes que se deslizaban insinuantes por los hombros. La atrajo hacia sí, y entre juegos sensuales hicieron peligrar la estabilidad del aposento. Aún podía sentir su cuerpo conduciéndola hasta la cama… Aquellas risas reverberaban enjauladas y no las liberaría jamás.
Empezó a llover, con manos trémulas introdujo la llave en el bombín. Cruzó el umbral, oyó sus llantos ingrávidos al verlo marchar, el portazo seguía retumbando en su mente en un perturbador estruendo que aceleraba la cadencia de su corazón.
El insidioso engendro serpenteaba todo el espacio con mirada grotesca y voz silbante. Abrió las ventanas para expulsarlo, pero el elemento nauseabundo continuaba allí en un frenético delirio por regentar su vida despiadadamente.
Se tumbó en el sofá ocultando el rostro entre las manos. Sintió mucho frío.
Se levantó a encender la calefacción y observó la tenebrosidad del pasillo inanimado con las puertas selladas. Aquellas habitaciones llenas de vida ahora estaban vacías e imperturbables al amor.
Deambuló por el pasillo sintiendo el peso de aquella masa amorfa y ennegrecida circundando la atmósfera. A veces mostraba su rostro jocoso, pero inmediatamente se diluía en partículas perversas a la espera de una inesperada reagrupación.
El reloj marca las diez y media de la noche, una acotación temporal reservada a ellos, que ahora devenía exánime en el tiempo.
Se acostó. Sentía el hedor del malogrado ente que se hospedaba allí, notó las garras asiendo su cuerpo y los graznidos delirantes recorriendo todos los recodos de su hogar.
Era su propio dolor que se reflectaba al exterior. Un dolor tan profundo que colmaba las células de su cuerpo y se agigantaba en su morada porque él no estaba.
Se durmió. Pero una pesadilla la atormentó durante tres extenuantes horas. Se trataba de un sueño sanguinolento y aterrador encuadrado en un contexto bélico. Pudo escapar, al final del sueño había una escotilla por donde huir. Se despertó jadeando, encendió la luz y recostó la espalda en el cabezal de la cama. Continuaba inmersa en un estado convulso en el que se entremezclaban planos diurnos y oníricos espeluznantes. Rodeó las piernas con los brazos apoyando la mejilla en las rodillas, mientras respiraba fatigosamente. Analizó la pesadilla; pensó que quizá era una metáfora de su vida, pero se exasperó, porque en la vigilia no lograba ver la escotilla que mediaría en su paz.
Descorrió el edredón y saltó de allí. Se acurrucó en el sofá y de nuevo se durmió. Se adentró en un terreno pantanoso repleto de sombras desafiantes que le acechaban entre los árboles mostrando sus fauces. Zancada tras zancada iba dejando atrás aquel espacio. Volvió a ver la misma escotilla y escapó. Al despertar se percató de la similitud de sueños, advirtiendo que al final del segundo sueño apareció un halo de luz que facilitó su objetivo.
Constató con perplejidad que la quimera no se hallaba con ella. Escrutó minuciosamente todas las dependencias y dictaminó que se había volatilizado. Celebró el acontecimiento bailando y cantando. Su dolor continuaba, pero mermado.
Debía bregar con las sombras, pero al final encontraría esa puerta invisible donde se afincaba el amor.
Marisa Béjar, 02/05/2017.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.