La fase del desconcierto.
Aquella noche de julio no cesaba de dar vueltas en la cama pensando cómo desarrollar uno de los capítulos más complejos de mi novela.
Tengo una mesita desastrosa, decorada con multitud de libretas y útiles de escritura en general, os aseguro que jamás saldría en una revista de decoración.
El tema es que no había forma desconectar del capítulo cuarenta y uno. Lo había reescrito de nueve formas diferentes, pero no veía factible el modo de perfilarlo y otorgarle la entidad pertinente. Encendí la luz en innumerables ocasiones para efectuar anotaciones que en mis divagaciones creía soberbias, pero que al transcribirlas perdían todo su atractivo.
Las cuatro de la mañana: sin dormir y sin poder resolver el capítulo cuarenta y uno. Auné fuerzas para dislocar toda la actividad creativa que me imposibilitaba conciliar el sueño, pero fue peor. El rostro de uno de los directivos de la empresa tomó el relevo a mis delirios nocturnos. Dos días antes mantuvimos una acalorada discusión en la sala de juntas ante el asombro de todos los compañeros. Aquel día no tuve el temple que prodigaba con él. A todos nos molestaban sus continuas impertinencias, pero siempre hacíamos caso omiso. Debí relativizar su discurso imperativo y prepotente, porque la reyerta me estaba pasando factura.
Cuando pude diluir la iracunda cara del directivo, capitaneó mi atolladero mental Borja. Manteníamos una relación informal desde hacía dos meses y medio, pero llevaba nueve días sin noticias de él. No habíamos quedado el último fin de semana y le echaba de menos.
No sabía cómo interpretar aquel socavón y empecé a pensar: <<¿Una ruptura?, ¡No se puede romper porque no es una relación seria! Pero se puede igualmente, porque hay o había una complicidad entre nosotros. En cualquier caso es una derrota porque quiero verle y él no manifiesta el mismo sentimiento. Éste se ha liado con otra que le gusta más, o se le ha complicado algún tema que vendría pegando coletazos de antes. A saber>>.
Decidí que le enviaría un mensaje a medio día, pero luego me arrepentí porque creí que estaba haciendo el ridículo. Cuando me conectaba al chat lo veía activo, pero rápidamente desaparecía. Cualquier actuación forzando la situación era un despropósito, porque estaba clara mi voluntad.
Odiaba llegar a aquel punto de inflexión en que la relación quedaba pendida en la nada. Para mí aquel estatus llevaba implícito altos grados de incertidumbre y desasosiego que no lograba neutralizar.
Cuando conocí a Borja llevaba cinco meses sin intimar con nadie. Sabía que con él me tocaría pasar por aquella tremebunda fase de desconciertos y desencuentros que tanto odiaba, pero me la jugué.
Ahora Borja se unía al compendio de infortunios nocturnos.
De tantas vueltas que di las sábanas se enrollaron en las piernas como plantas trepadoras. Me zafé de ellas con un pataleó en el que resultó lastimado el dedo pequeño al estallar contra la pared.
__ ¡Ay, Dios! Qué dolor en mi dedo, en las decisiones y en las desatenciones __exclamé masajeando la frente perlada de sudor.
Era una de aquellas noches en las que hubiera preferido estar en cualquier lugar excepto en mi cama. ¡Suerte que tenía cuatro días de fiesta!
De repente creí dar con la solución que bordaría mi capítulo.
Tanteé el interruptor de la lámpara con la fatalidad de derribar una botella de agua que no cerré, y para colmo de desgracias cayó sobre mi gato que dormía debajo en un capazo. El animal emitió un maullido que retumbó hasta en el último recodo de la ciudad.
Advertí que el arrastre hizo que también cayeran los cuadernos de notas y varios lápices. Todo empapado, y mi único aliado en la otra punta de la casa aterrado.
Después de organizar el caos ya no recordaba aquel desenlace talentoso que me llevó a encender la luz por última vez.
En fin: una noche irresoluta e infructífera.
Boté de la cama, rocié el cuerpo con repelente para mosquitos y me fui a la terraza a contemplar la serenidad de la noche.
Me acomodé en una hamaca, encendí tres velas de citronella, y mirando el centelleante parpadeo de las llamas me dormí.
Soñé que sobre las cuerdas de tender la ropa caminaba el espíritu de un caballero que amaba. Su rostro aparecía desdibujado, pero su alma manifestaba un férreo nexo conmigo.
Me levanté de la hamaca y me planté ante las cuerdas, él me tendió la mano y me dijo que subiera. Yo le dije que no podía hacer eso porque estaba viva, pero después levanté un pie y observé con estupor que era liviana como él. En un instante estaba a su altura andando sobre las cuerdas de la ropa.
Me arropó en sus brazos y sentí que formaba parte de él. Era precisamente el abrazo de almas que llevaba cuarenta años buscando, pero en la tierra. A su lado no soportaba el peso de mis problemas…
Fuimos ascendiendo unidos hasta el cielo, atravesamos las nubes en distintos tonos azules. Tenía frío, pero deseaba permanecer allí.
Me despertaron los primeros rayos de sol, aún sentía el sosiego de su alma en mi ser, su aura estaba impregnada en mí, la sensación era sumamente reconfortante y placentera. Y entonces pensé: <<¿Existirá este caballero en la tierra? Porque seguro que a su lado no paso por la fase terrorífica del desconcierto>>.
Marisa Béjar 16/05/2017.
Pintura de Edvar Munch.
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